La Historia Ficticia de un Amor Verdadero

Exhibición Grupal

    
    
        



Photos: Raphael Salazar

Text: Cristina Ramirez

Artists: Fabrizio Arrieta | Javier Calvo | Olman Torres


Esta exposición no parte de un concepto, sino de un vínculo. De la insistencia en habitar el arte no solo como obra, sino como relación. Las piezas aquí reunidas fueron pensadas para estar juntas, pero sostenidas por un tejido invisible. La amistad es la excusa. Esa memoria compartida —hecha de conversaciones, de acuerdos, de anhelos— es la que configura la curaduría como una forma de estar juntxs.

Esta visión de la amistad como afecto en tránsito se conecta con la noción de “economía afectiva” desarrollada por Sara Ahmed, quien argumenta que las emociones no son atributos individuales ni meros sentimientos interiores, sino intensidades relacionales que se mueven entre cuerpos, objetos y contextos. “Las emociones se mueven, circulan; no permanecen en sujetos u objetos individuales, sino que se acumulan en las relaciones” (The Cultural Politics of Emotion, 2004, p. 10). Desde esta perspectiva, la amistad no es una esencia, sino una coreografía afectiva que orienta, sitúa y transforma.

En este gesto se instala una política sensible: la de confiar en los afectos como formas legítimas de producción artística. Lo que sentimos no está dentro, sino entre. Por eso, más que representar la amistad, esta exposición la encarna. La obra en sí misma se puede abordar desde ese factor emocional, pero aquí también está presente la ficción y un amor verdadero: desde sus orígenes, el arte ha sido inseparable de la ficción. La caverna de Platón, en la que las sombras proyectadas sobre la pared son tomadas por la realidad misma, anticipa una sospecha que ha atravesado la historia del arte occidental:
¿es el arte una imitación del mundo, o la creación de un mundo en sí mismo?

A lo largo de los siglos, la ficción en el arte ha oscilado entre lo mimético y lo alegórico, entre la ilusión visual y la metáfora conceptual. El arte no ha sido simplemente un espejo del mundo, sino un espacio para proponer mundos posibles: una forma de organizar la experiencia desde la invención.

Con la modernidad y la ruptura de los cánones miméticos, la ficción en el arte dejó de estar subordinada a la representación. Las vanguardias del siglo XX usaron lo ficticio como una herramienta para sabotear el sentido, desafiar el lenguaje y fracturar la autoridad de la realidad hegemónica. En este contexto, la ficción se vuelve una estrategia crítica: una manera de cuestionar los discursos de verdad, de problematizar la historia, y de reimaginar la relación entre imagen y poder.

En Contrapeso, Javier Calvo intenta elevar su propio cuerpo mediante un sistema de poleas, se expone con crudeza la lógica del esfuerzo individual que rige tanto la economía capitalista como los imaginarios de la masculinidad. La acción —visiblemente agotadora— se convierte en metáfora de una ideología que impone ascender sin ayuda, sostenerse solo, nunca caer. Este gesto imposible no solo cuestiona el mito del artista autosuficiente y visionario, sino también las narrativas de género que asocian el cuerpo masculino con fortaleza, autonomía y éxito. En la cuerda que tira de sí mismo, el artista arrastra no solo su peso físico, sino también el simbólico: la carga histórica de una masculinidad sostenida sobre la negación del cansancio, la fragilidad y la necesidad de los otros. Contrapeso es una reflexión visual sobre el fracaso como forma de resistencia, y sobre el agotamiento como forma de crítica. Hay también en las piezas de Calvo un diálogo directo con la obra de Fabrizio Arrieta, a través de los Fontana: el simulacro.

El filósofo Jean Baudrillard, en su teoría del simulacro, advierte que en la era de los medios de masas y la reproducción digital, la imagen ya no remite a una realidad, sino a otras imágenes, en un bucle donde la representación se emancipa por completo de su referente. El arte, entonces, se mueve en un régimen de hiperrealidad: ya no imita al mundo, sino que produce realidades autónomas, ficciones que parecen más reales que lo real. Esta afirmación cobra sentido en el trabajo de Fabrizio Arrieta y su método usual de composición: el gesto de destruir para reconstruir. Para su solución formal, Arrieta utiliza como base imágenes de editoriales de moda y alta costura, medios de consumo masivo o anuncios publicitarios, que distorsiona, oculta o deconstruye con otros elementos gráficos para convertirlas en sus propias composiciones. Estas figuras anónimas y distorsionadas sugieren el vacío de las personalidades moldeadas por el consumismo. Lo mismo ocurre con los retratos, que revelan una identidad fluida e inestable, enraizada en la complejidad de la individualidad y la influencia de los medios de comunicación.

En ese terreno, lo ficticio no es un engaño: es una forma de enunciación. Como dice Gilles Deleuze, el simulacro no es una copia degradada, sino una "aparición productiva" que desafía las jerarquías entre original y copia, entre verdadero y falso. La obra de arte, en tanto simulacro, no representa lo real: lo multiplica, lo torsiona, lo vuelve inestable.

Así, lo ficticio no es la negación de la historia del arte, sino su contraarchivo. Un espacio donde se produce sentido no por acumulación de datos, sino por fricción de imágenes, por el roce entre lo que fue y lo que podría haber sido. En el arte contemporáneo, el simulacro ya no es sospechoso: es potencia crítica.

Por su parte, Olman Torres se adentra con ironía en los lenguajes de la celebridad, del culto a la imagen del “rockstar artista”, para descomponer sus códigos y revelar su fragilidad.  En sus fotografías, el artificio se expone sin pudor: cuerpos que posan pero no pertenecen, gestos y rastros de la cotidianidad, de la existencia. La masculinidad que aparece aquí no es poderosa, sino profundamente performativa. Hay algo de máscara, de puesta en escena.

Desde distintas poéticas, las obras reunidas en esta muestra trazan un mapa sensible de las fisuras que atraviesan la masculinidad contemporánea. En un momento en que se habla de male loneliness epidemic como uno de los síntomas de nuestro tiempo, esta exposición ofrece una tregua, una pausa mínima en la narrativa que impone al hombre la obligación de sostenerse solo. Olman, Fabrizio y Javier se dieron la oportunidad de dialogar a partir de su amistad, de sus afectos. La amistad como forma de exposición es una ontología afectiva, una ética de la relación, una estética del estar con otrxs.





This exhibition doesn’t stem from a concept, but from a bond. From the insistence on inhabiting art not merely as object, but as relation. The works gathered here were not brought together by theme, but held by an invisible thread. Friendship is the excuse. That shared memory — made of conversations, agreements, longings — is what shapes this curatorship as a way of being-together.

This vision of friendship as an affective force in motion resonates with Sara Ahmed’s notion of the “affective economy.” Emotions, she argues, are not internal properties of individuals, nor simple feelings, but relational intensities that move between bodies, objects, and contexts. “Emotions move, circulate; they do not reside in subjects or objects, but are produced through their movement” (The Cultural Politics of Emotion, 2004, p. 10).
From this perspective, friendship is not an essence, but an affective choreography — one that orients, situates, and transforms.

In this gesture lies a sensitive politics: the act of trusting in affect as a legitimate mode of artistic production. What we feel is not inside, but between. This is why, rather than represent friendship, this exhibition embodies it. The artworks themselves can be read through this emotional lens — yet fiction and a true kind of love are also present here. Since its origins, art has been inseparable from fiction. Plato’s cave, where shadows on the wall are mistaken for reality, foretells a suspicion that has haunted Western art history: is art a mirror of the world, or the creation of a world of its own?

Throughout the centuries, fiction in art has oscillated between mimesis and allegory, between visual illusion and conceptual metaphor. Art has never simply mirrored the world; it has always proposed possible worlds — a way to structure experience through invention.

With modernity and the rupture of mimetic canons, fiction in art was no longer subordinate to representation. The avant-gardes of the 20th century employed fiction as a tool to Philosopher Jean Baudrillard, in his theory of the simulacrum, notes that in the age of mass media and digital reproduction, images no longer refer to reality but to other images, creating a loop in which representation becomes entirely detached from its referent. Art thus operates within a regime of hyperreality: no longer imitating the world, but producing autonomousrealities — fictions more real than the real. This becomes especially palpable in Fabrizio Arrieta’s practice and his method of composition: the gesture of destroying in order to rebuild. His works are built on images from fashion editorials, mass media, and advertisements, which he distorts, conceals, or deconstructs using graphic interventions to form his own compositions. These anonymous, altered figures evoke the void of personalities shaped by consumerism. The same applies to his portraits, which reveal fluid and unstable identities — identities rooted in the complexity of individuality and the influence of media culture.

In this field, fiction is not deception; it is a mode of enunciation. As Gilles Deleuze writes, the simulacrum is not a degraded copy, but a “productive appearance” that challenges the hierarchies between original and copy, truth and falsehood. The artwork, as simulacrum, does not represent reality: it multiplies it, twists it, destabilizes it.

Fiction, then, is not the negation of art history, but its counter-archive — a space where meaning is produced not through accumulation of facts, but through the friction of images, the tension between what was and what could have been. In contemporary art, the simulacrum is no longer suspect: it is critical potential.

Olman Torres, in turn, approaches the language of celebrity and the myth of the “rockstar artist” with irony, deconstructing its codes and revealing its fragility. In his photographs, artifice is unapologetically exposed: bodies that pose but do not belong, gestures that hint at everyday life and existence. The masculinity portrayed here is not powerful, but deeply performative. There is something of the mask, the stage set — and the vulnerability behind both.

From distinct poetics, the works in this exhibition trace a sensitive map of the fissures running through contemporary masculinity. At a time when the male loneliness epidemic is recognized as one of the silent symptoms of our era, this exhibition offers a truce — a brief pause in the narrative that demands men carry themselves alone. Olman, Fabrizio, and Javier gave themselves the space to dialogue from friendship, from affection. Friendship as a curatorial form becomes an affective ontology, an ethics of relation, an aesthetic of being-with-others.



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