Mami me dijo que tenía el pelo malo. A mis cuatro se dio por vencida, así que me rapó con máquina. La niña –dijo– tiene el pelo malo. Cuscús, empeineta’o. Duro.

Supuse entonces que lo que veía en la tele –Konzil después del champú y la peinilla ¡sí pasa!– debía ser cabello bueno. Lacio. A los once ingresé en la Hermandad de los Rollos, comunión de las mujeres negras que nos alisamos y seteamos para satisfacer el irrisorio canon de belleza impuesto por una sociedad visceralmente segmentada en castas socio-raciales. Lo digo una y mil veces: es tabú hablar de estas cosas en un Panamá donde la minoría blanca nos necesita como mano de obra… obra social.

Pero no se preocupen. Para todo lo demás, hay aliset.

En mi Calidonia de los setentas y ochentas, los rollos eran de rigor. Nada estira mejor el cabello ni da mayor brillo que el seteo. Y como la plata nunca sobró en casa, aprendí a setearme, al principio toda torcida. Las puntas flechudas, acrobacias con dos espejos… una pelotera de nunca acabar. Es una ciencia exacta, setearse. Un arte.

El rito es sobrio e íntimo: Seteadora y seteada comparten un lenguaje único, un código sólo compartido por hermanas capilares. Pasa –pasas un ganchito– Ba’a la cabeza –obedeces. ¿Punta’ pa’rriba o pa’bajo? ¡Redecilla! Y una red sedosa te aprieta rollos contra el cráneo y coño cómo duele, pero qué carajo.

Nisla que es la seteadora más popular de Río Abajo, es también hechicera, conjuradora de sueños; refleja el espejo no una masa de tubos plásticos como casco, si no la futura promesa de la belleza esquiva.

Con esta muestra, Jaime Justiniani se inicia como perfecto rascabuche para que presenciemos los ritos y misterios de esa sociedad secreta. Su lente, lejos de invasor, es partícipe y cómplice. Nunca juez. Los hombres y mujeres que aparecen en la muestra (me niego a llamarles sujetos) nos fotografían. No son vistos por nosotros, ni por el artista: nos observan a través de Justiniani; algunas veces divertidos, pero mayormente orgullosos testigos del sacrificio. Nisla, sacerdotisa del canrol, el seteo y los moñitos teje más que cabello; es madre mítica del Gran Arquetipo. Justiciera, es sabedora de la transformación; el eterno ciclo de la vida, la muerte y el tiempo.

No hay tal cosa como pelo bueno. Ni malo.

Y cuando me dicen que soy un poco dura, respondo: Man, soy como mi pelo. Pero esa es la incómoda rebeldía que nos convierte en todo lo que queremos y podemos ser.

Lili Mendoza